Vengo leyendo en este tiempo algunos libros de autorxs nacidxs en los 90 (o después) que me tienen fascinado. Algunos de ellos como JJ Romero, Fran Bariffi, Valeria Mussio, Eduarda Rocha y Martina Cruz componen una idea contundente de lo poético en el presente. Las viejas preguntas siguen y seguirán, ¿lo coloquial, lo barroco, el yo presente, el yo diseminado, el efectismo, la cámara desplazada? Desde las poetas chinas de la dinastía Tang a los beats, desde lxs hijxs del neoliberalismo a las vertientes folklóricas, en todas las posturas se reciclan las preguntas esenciales. El comentario viene para resquebrajar ciertos juicios perezosos sobre las poéticas contemporáneas que apelan a un registro simple como primer plano.
Las cosas inútiles de Martina Cruz (Temperley, 1997) pone una barrera política muy clara a esa crítica: “Ya no pienso que un poema pueda salvarme. / El poema es una cosa inútil. / A mí siempre me obsesionan / las cosas que no sirven para nada”. Vida y escritura, amor y confusión, desde los epígrafes (de Estela Figueroa y Fabián Casas) este libro nos pone a pensar en nuestras definiciones sobre esas cosas que conforman una vida. Cosas ¿simples? No lo creo, aunque sí normalizadas y hasta a veces desatendidas. Las transitamos, las atravesamos desde la sensibilidad que se puede, las valoramos como éxitos o fracasos, pero pocas veces las desarmamos en palabras.
Hay un poema de la escritora norteamericana Marie Howe que siempre me gustó mucho y que me volvió a la mente durante esta lectura. Se titula “Lo que hacen los vivos” y comienza así: “Johnny, la pileta de la cocina hace días está tapada, algún cubierto probablemente cayó por ahí. / Y el Drano no funciona, huele peligroso, y los platos sucios se han ido apilando // a la espera del plomero que todavía no llamé. Eso es de lo que hablamos cada día (…)” [trad. propia]. Tomando el título de este fabuloso poema (traducción completa en: https://lecturas-margendelpoema.blogspot.com/2024/10/traduccion-lo-que-hacen-los-vivos-de.html), podemos concluir que lo que hacen los vivos es hablar: decir la vida, los elementos y conflictos que hacen a su textura; traducir sus revelaciones, sus piedades, sus bellezas. Pasar por el lenguaje (ver el final del poema de Howe: no sólo recordar con el corazón), pasar por la imagen que en estos casos, Howe y Cruz, está hecha de palabras. El aliento vital se pega como las gotas de humedad al vidrio de las voces. Hay otros y hay tiempos que caben en ese dibujo antes de desvanecerse rápidamente.
“Mi mamá mentía. / Volvíamos caminando de la estación de tren / comprábamos pan, leche, fideos / charlábamos de películas / de las cosas que pasaban en la escuela. // Cuando mi padre indagaba / ella simplemente: / volvimos en colectivo. // Le pregunté: ¿por qué haces eso? / Durante casi toda mi infancia ella estuvo incómoda / él apenas la escuchaba / me respondió: / quiero que algo sea mío”.
Las películas de esas conversaciones no son tan diferentes de la película del poema. Creo que el cine y la poesía son dos géneros con muchos elementos compartidos. La posibilidad de exponer detalles y recortes de esos detalles en una secuencia que no necesita la linealidad hace que lo dicho sea imagen y viceversa. Las cosas: las cosas que pasaban en la escuela y las cosas que compraban; alimentos sencillos, sin lujo, poco metafísicos para cierta mirada de la poesía (O no: ¿qué más materno que la leche y el trigo, más bendito, más elemental, más simbólico? –véase, por ejemplo, el claroscuro junguiano de la madre que bien se trasluce en estos poemas). La relación con los padres que el sujeto poético femenino va desarrollando, es a su vez una relación con la lengua.
“Vimos las olimpiadas / en pleno invierno / con mi papá desempleado / la televisión de aire fallaba / mostrándonos de a fragmentos / esa gente que enfocó toda su vida / en una sola cosa / para que nosotros podamos ver / lo que es tocar un sueño / desde una casa que se derrumba”.
Es la belleza de aquello que funciona a medias y que por ello no nos pertenece del todo. La TV y los padres, la imperfección que sale de lo estándar (lo que sería más terrible aún) y lo aviva. Esa lejanía olímpica es lo que vuelve al asunto un álbum de estampas memorables. Cuántas veces se ha pensado y discutido ese vínculo del poemario con el álbum. Desde los usos intencionales a las colecciones sin hilo argumental, la memoria de ciertos acontecimientos puja muchas veces por ocupar la forma “poema”. En ese trayecto hay muchas veces en que la cosa queda a medio camino y otras en que la ocupación termina por barrer hasta el último vestigio estético del asunto. No creo que este libro sea un álbum, pero sí pone en juego algunos de sus recursos, por momentos de manera irónica: “No me voy a olvidar de vos / ni de esta noche / aunque no la escriba”. El blanco está –como en lo que no entra en foco- en lo que se guarda y desecha. Hay un plano de la poesía para unx mismx, una (fotografía) en el paréntesis personal. ¿Habrá quejas de los lectores? No puede haberlas de las cosas inútiles.
“Lo tuve claro desde chica. / Voy a escribir, voy a ser horrible. / Me aterra y me tranquiliza: / en la mentira es en el único lugar donde estoy completa. / La literatura es el último fortín / donde no tengo vergüenza”.
El no tener vergüenza puede leerse como el abandono de los mandatos. Patriarcales, morales, económicos entre los tantos que recaen sobre el sujeto de este tiempo. Es una actitud rockera pero también rimbaudiana: “l’enfant gêneur” que nombra en el poema titulado, justamente, “Honte”. Ser la niña molesta, el estorbo, en el fortín final de lo sentimental. ¿Ya no se habla de lo sentimental? Ahora es preferible, menos vergonzoso, hablar de trading, NFT y toda esa bola de nada por la que desfilan los niños disgustados con la sopa (también los viejos, disgustados con la sopa que no hicieron). Me gusta esa postura: ¿qué es de la poesía cuando la vergüenza domina el acto? Copia, un diálogo de diplomáticos tratando de quedar bien, voceros de estéticas ya fenecidas. Como bien lo sabía el poco simpático de Arthur, la verdadera rebeldía está en ser horrible. Ojo: pienso en una rebeldía literaria, que no es poco, sino que es, para muchos, la vida. No en el show de los tatuajes locos de Instagram. El yo literario no tiene nada que ver, en ninguna de sus formas, con esa obsesión por ser espiado en el retrete (linda palabra).
“arreglás el modem para que se vea bien el partido / vas a alentar aunque no sea tu camiseta / estoy muy drogada / tenés puesta una remera que dice lost fantasy / no nos veíamos hace cuatro años / no sé si estoy triste”.
Ese texto es parte de una serie titulada “Lost fantasy”, dividida en cinco estancias. Me interesa mucho que ese título surja del estampado de una remera. No hace falta explicar que los mensajes aleatorios inundan el paisaje humano con inscripciones entre absurdas y banales. Tan absurdas y banales, a veces, que me parecen geniales. Como en este caso, en que el significado de esa vestimenta se incrusta en lo sensible que irradia la escena. Bien podría ser el nombre de una banda punk (me lo anoto), o el subtítulo de una adaptación de Peter Pan. De hecho, si lo googlean, es el título de un videojuego RPG con reminiscencias a la clásica saga Final Fantasy nacida en 1987. Este último, paradójicamente con una serie ya de 16 entregas, tomó su nombre por ser el último intento creativo de Hironobu Sakaguchi cuando ya pensaba en retirarse de la industria. En el poema citado antes, las fantasías perdidas tampoco parecieran ser las últimas. Más bien un tramo reducido a la sintonía de un televisor o a una noche que se estira (en el resto de las estancias) lo que puede estirarse una noche. Aparecerá en esos últimos versos la idea del error, del hablar sin que se entienda, como una falla en el modem humano. Fallas, desechos, fugacidades y fugas. Todo lo que lleva este libro de Martina Cruz es lo que necesita una escritura para ser congruente consigo misma; ser una propuesta con suficientes pliegues para molestar.
Diego L. García
Reseña de: www.margendelpoema.blogspot.com